
“Limpiarle la cara y dejarla lista para vender”, le repetían los amigos, la familia y los agentes inmobiliarios. “Deja que un interiorista se encargue de ello”. Y Este fue el motivo que llevó a Marta a teclear en Google “Interiorista Cardedeu”. Así fue como Marta conoció a Vanessa; con una consigna fría y el buscador más grande e impersonal del mundo, empieza esta hermosa historia.
Marta odiaba aquella casa en la que había visto enfermar y morir a su madre. La odió desde el principio. Y después de pasar allí otros cinco años viviendo con un hombre del que acababa de separarse, la detestaba más todavía. El pequeño recibidor tenía un espejo frente al que solía detenerse para respirar hondo y pensar: “Aguanta. ¡Vamos!, tú puedes hacerlo. Entra con una sonrisa”. Después giraba la manivela desconchada de una puerta vieja como las sandalias de Cristo y justo después entraba en el salón: allí se sentaba su madre, sobre una mecedora color vino y allí se sentaba su marido, algunos años después de morir su madre; las piernas sobre una mesita de metal y el fútbol a todo volumen. La cocina, casi tan pequeña como el recibidor, aún olía a medicamentos, a llantos silenciosos, a latas de cerveza apiladas en el cubo de basura. Frente a la cocina, comunicadas por un pasillo de paredes ocres, había tres habitaciones: una, intocable, aún guardaba los enseres de la madre. La otra, los recuerdos de un matrimonio fallido. Y la tercera, cuatro trapos y cuatro libros de una hija ausente, que también odiaba la casa y pasaba todo el tiempo posible en cualquier otro lugar.
-Sólo quiero limpiarle la cara y dejarla lista para vender –le repitió Marta a Vanessa.
-Me parece estupendo. ¿A qué zona te gustaría irte cuando la vendas?
-¡Ah, no! Volveré a empezar aquí; en este mismo barrio, pero con una casa que me guste.
Vanessa sonrió tímidamente.
-Si no quieres irte de este barrio, ¿por qué quieres vender la casa?
Marta no tardó ni un segundo en contestar a la pregunta.
-Porque la odio.
Vanessa volvió a sonreír.
-Si no te gusta a ti, no le gustará a nadie.
-Lo sé. Por eso quiero cambiarla.
-Bien. Entonces hagámoslo juntas y consigamos primero que te guste a ti.
-Ya he decidido venderla –comentó Marta, en un tono tajante.
-Lo sé. Y si te gusta, venderla te resultará muchísimo más fácil.
A la semana siguiente Vanessa le llevó a Marta los planos de la reforma y el presupuesto. Observaron juntas el espacio mientras Vanessa indicaba los cambios que había pensado.
-Quitaremos el recibidor y los tabiques que separan la cocina del salón. Convertiremos la entrada en un sitio luminoso y práctico; una cocina mucho más grande, una mesa comedor para utilizar cada día y un sofá en ele, ¿cómo lo ves?
-Bien. Supongo que se adapta mejor a las necesidades de cualquier comprador.
-Lo sé. Pero, ¿qué te parece a ti? ¿Te gusta la idea?
Marta asintió con la cabeza.
-Y esta habitación también la suprimiremos –añadió Vanessa, refiriéndose a la habitación de la madre difunta –Aquí pondremos un espacio diáfano independiente; un espacio privado para que tu hija pueda estudiar, hablar con sus amigos o ver una película.
-¿Qué relación tiene mi hija con esto?
-Los posibles compradores también podrían tener una hija adolescente, ¿no? Eso les facilitaría las cosas.
-Sí. En eso tienes razón.
-Así que dejaremos solamente dos habitaciones grandes pero mucho más espacio. Será ideal para un matrimonio con una hija o un hijo adolescente, o para un matrimonio que quiera tener más espacio.
-¿Y qué pasa si tienen dos hijos?
-Hay tropecientas casas en el mercado. No le podemos gustar a todo el mundo ni nos podemos adaptar a todo el mundo, pero sí podemos contentar a un segmento concreto de mercado y de esta manera multiplicar nuestras posibilidades de éxito.
Marta volvió a asentir con la cabeza.
-Tienes razón. Esta casa trasmite sensación de agobio. Tres habitaciones tal vez sean demasiadas para un espacio tan pequeño.
A la semana siguiente empezaron las obras. Una parte del presupuesto estaba destinado a sustituir los muebles viejos por muebles modernos de bajo coste. Así que, mientras los albañiles hacían su parte del trabajo, Marta y Vanessa se fueron juntas de tiendas.
Tres semanas después de la primera reunión, Marta y Vanessa volvían a sentarse juntas en el salón, en la mesa del comedor, justo en frente de un sofá en ele de terciopelo envejecido. Las paredes, completamente blancas, dejaban que las nuevas ideas y los nuevos tiempos corriesen a su antojo de un lado al otro. La cocina, con acabados lacados brillantes, tiradores en uñero, cajones grandes y toques de color, estimulaba el apetito y la creatividad.
-¿Qué te parece?
-Quiero invitar a mi hija a cenar. Tengo muchas ganas de celebrar esto.
Cerraron dos asuntos pendientes sin importancia; los pintores tenían que darle una segunda capa a los dormitorios y volver a empastar y repasar algunos agujeros. Antes de irse, Vanessa puso en una mesita, justo al lado de la puerta de entrada, un ramo de rosas blancas.
-Intenta tener siempre flores aquí. Quedan bien y a los compradores les gustan estos detalles.
Marta asintió con la cabeza; se aproximó a Vanessa y la abrazó.
-Gracias.
-Gracias a ti. Seguiremos en contacto.
El sábado de esa misma semana, con las habitaciones ya acabadas y los agujeros empastados y pintados, Marta recibió a su hija. Había preparado para ella su comida preferida: Raviolis a la Putanesca. Los platos blancos y la salsa roja acompañaban perfectamente a los muebles modernos y las paredes impolutas.
-¡Mamá! ¡Qué cambio tan grande!
-Lo sé. ¿Te gusta?
Después de tantos años deseando largarse de aquella casa, a la hija de Marta le faltaba entereza para reconocer que ahora quería quedarse. Estaba temblando; estaba temblando dentro de un sueño de colores actuales que le hablaba de cambios, nuevos comienzos, nuevos caminos.
A la hora del postre, mientras su madre sacaba el pastel del frigorífico, se levantó de la mesa, fue hasta la entrada y se quedó observando con detenimiento el ramo de rosas.
-¿Quién te lo ha regalado?
-Es cosa de la interiorista –respondió Marta mientras cortaba el pastel -. Ya sabes, a los compradores les gustan esas cosas.
-Pues yo diría que estas rosas son para ti –repuso la joven enseñándole a su madre una pequeña tarjeta que había pasado inadvertida.
“Espero que al final le des otra oportunidad a esta casa… y que la disfrutes muchísimo. Con todo mi cariño, Vanessa”.
Y sí, Marta olvidó la idea de poner aquel espacio en venta porque al final, de la manera más tonta, con una consigna fría y gracias al buscador más grande e impersonal del mundo, aquel espacio se había convertido en su hogar. Su hija dejó de pasar tanto tiempo afuera, empezó a invitar a amigos y pronto, entre las veladas de la una y las veladas de la otra, las dos llenaron sus vidas de momentos cómplices. Marta, en su hogar, ha vuelto a enamorarse y a comenzar de nuevo… pero este es el inicio de otra gran historia.