En el momento en el que logras sentirte tú, dejas de compararte con otros y dejas de sobrevalorar la estética que yace afuera, tu belleza se vuelve pura, tuya, auténtica e irrepetible. Natalie Capell.
Muchas compañeras y compañeros afirman que en el Branded Content para moda la narración escrita es más un handicap que un elemento de enganche. Insisten en que la moda es pura evocación. Insisten en que no hay nada en la moda remotamente cognitivo. Nosotras pensamos lo contrario y hemos creado esta historia de marca para demostrártelo.
Imagina un taller mágico en el que el tiempo se detiene, indiferente a las calles sobre las que se dispersan luces de neón, amaneceres que cambian de forma y tendencias que se amontonan en los escaparates. Imagina un taller de vida y de sueños en el que existe un sentido de la belleza que salta caprichoso desde épocas remotas hasta tiempos que aún están por llegar, un taller en el que el arte de crear es el centro del universo y todo lo demás puede esperar.
Ese taller, ese lugar, existe y aparecerá en el momento en el que lo necesites. Lo encontrarás, de alguna manera, o él te encontrará a ti.
Última hoja de otoño
“Mi primer libro de poesía”, repitió Sabina dentro de su mente y centenares de voces se acoplaron arriba, en lo alto, en el mismo sitio en el que los recuerdos jugaban al escondite con la imaginación y tejían versos. La voz de su madre, que amaba el silencio y las roscas de anís recién hechas, resonó allí arriba. También resonó la voz de su abuela, que componía canciones y escribía cuentos. Resonó la voz de su tía abuela, que coleccionaba postales. Y resonó la voz de su bisabuela, a la que conoció durante muy poco tiempo. Luego perdió la cuenta y los nombres pero supo que estaban todas las voces allí, acopladas, juntas en un grito que ella ahogaba con el viento del bosque y la mirada dispersa entre los troncos limpios y las sábanas de hojas caídas.
“Mi primer libro de poesía”, repitió una vez más. Supo que no era uno aquel libro y que, en el fondo, aunque pareciera una locura admitirlo, tampoco era suyo
-¡Sabina! ¿Dónde estás? ¡Regresa! –oía a lo lejos. Sus dos amigas intentaron caminar a su mismo ritmo, en el corazón de un bosque lleno de caminos rotos y sorpresas, y al final se quedaron atrás. Sus voces apenas rozaron al resto de voces. Tocaron a la realidad desde afuera, desde lejos, llegaron un momento y se volvieron a marchar. Las voces de sus amigas, reales y agudas, formaban parte de otro mundo, fugaz, alegre y cambiante. “Estoy buscando un amuleto para la presentación de mi primer libro de poesía”, contestó para sus adentros y siguió caminando.
A veces, cuando se perdía en el bosque, experimentaba sensaciones inexplicables y extrañas
En el corazón del bosque se sentía más segura, más confiada, más fuerte que en ningún otro lugar del mundo. Podía entender, de una manera absolutamente instintiva, qué camino debía tomar en cada ocasión, qué camino la llevaría al agua, qué camino la llevaría al pueblo más cercano, qué camino la llevaría a un árbol especial bajo el que yacer y pensar. Aquel día quería un amuleto y no dejaría de caminar hasta conseguirlo.
-¡Sabina! ¡Vamos a parar! ¡Estamos cansadas! ¿Nos escuchas?
“Quedaos quietas. No os preocupéis. Ya voy, solamente necesito mi amuleto”, contestó para adentro, sin apenas mover la cabeza ni emitir el más mínimo sonido. Y se detuvo un segundo para descolgarse la cantimplora y beber un sorbo de agua. Apenas acababa de volver a enroscar el tapón de la cantimplora cuando escuchó un timbre de bicicleta, nítido y profundo como las voces de su cabeza. Se giró y vio a una mujer de tez blanca, ropas de los años veinte y un moño protegido con un sombrero de rejilla. Pedaleaba sonriente y apretaba el timbre, llevaba un cesto cargado de hojas verdes. “¡Aparta, que he de seguir! ¡La vida me espera!”, exclamó, sorteó el cuerpo de Sabina y continuó pedaleando.
-¡Espera! –gritó Sabina y salió corriendo detrás de ella.
Avanzó en zig-zag esquivando árboles desnudos, zarzales, troncos talados y piedras. Por más que intentara alcanzar a la mujer ella siempre parecía lejos, a cada instante más lejos, hasta desaparecer por completo.
Acabó abrazada a la corteza de un platanero, con la mirada perdida en la inmensidad del bosque
No había rastro alguno de la mujer, ni de la bicicleta ni del sonido del timbre. Miró hacia abajo y descubrió una hoja verde y brillante en el centro de un montón de hojas secas. “Se ha caído del cesto”, pensó. “Es mi amuleto. La última hoja verde de otoño”. Sonrió, se agachó y tomó la hoja entre sus manos con delicadeza. Estuvo contemplándola unos segundos y luego la metió dentro del libro: su primer libro de poesía, la primera copia de su primer libro de poesía, su copia. Llevaba ese libro con ella desde la semana anterior, no se separaba de él jamás. Tenía que conocerlo más de lo que se conocía a sí misma, tenía que saber las palabras que guardaba cada página, el orden de los versos, el sentido completo de una obra que había nacido a trompicones, en un parto que duró años pero que ella debía explicar en veinte minutos, el día treinta de abril de 2015.
La hoja verde, la última hoja verde de otoño, quedó quieta entre las páginas
-¡Sabina! ¿Dónde estás? –escuchó de nuevo.
-¡Ya voy! ¡He encontrado lo que necesito! ¡Ya voy! –gritó.
-¿Visteis a una mujer en bicicleta? Tocaba el timbre y llevaba un cesto cargado de hojas verdes -preguntó a las dos amigas cuando las tres estaban de regreso a la ciudad. Sabía que ninguna de las dos había visto a la mujer; sabía que nadie más que ella la había visto, pero tenía que comprobarlo. Las amigas se encogieron de hombros y cambiaron el tema de la conversación.
Sabina no volvió a pensar en su amuleto, su hoja verde metida en el libro de poesía, ni tampoco volvió a pensar en la mujer de la bicicleta hasta que llegó la semana del treinta de abril
Ese miércoles, indecisa y meditabunda, salió a caminar por Barcelona. Al día siguiente presentaría su libro, su primer libro de poesía, que debía conocer mejor que ella misma y del que debía hablar como si hubiera sido escrito por otra persona, u otras personas; otras mujeres, tantas mujeres que le daban un significado profundo a cada palabra, cada verso, cada imagen. Su libro, aunque resultara absurdo admitirlo, en realidad no era solamente suyo. Volvió a sentir y a escuchar todas las voces que se amontonaban allí arriba y le pedían más fortaleza, más confianza y mucho más tiempo del que ella había vivido. Le exigían una seguridad que ella desconocía, un aplomo que se le antojaba igual que un vestido largo hecho de palabras y experiencias: un vestido largo que perfilara su esencia y se agarrara a su cuerpo como el gusano de seda a su crisálida.
Callejeó hasta que el sol perdió la verticalidad
Las fachadas se cubrieron de una crema luminosa, anaranjada y espesa, evocadora como lo son todos los matices que forman parte del atardecer, siempre, en cada lugar del mundo.
Se detuvo para mirar la hora en su reloj de muñeca y escuchó un sonido familiar
“¡La mujer de la bicicleta!”, exclamó para adentro. “¡Es ella!”. Se giró rápidamente y se encontró de frente con aquella mujer de sombrero de rejilla, ropas antiguas y un cesto lleno de hojas verdes. “¡Vuelve la vida!”, gritaba. “Déjame pasar, que la vida se enfadará si no llego a tiempo”.
La mujer volvió a sortearla y continuó su camino
Sabina arrancó a correr detrás. Se sentía igual que en el interior del bosque, avanzando en zig-zag entre peatones, farolas, salientes de edificios, sin llegar nunca a alcanzar a la mujer que a cada segundo parecía más lejana e inaccesible.
Acabó apoyada en una pared, exhausta y con la mirada perdida en las piedras de un muro centenario
Miró hacia abajo y descubrió una hoja verde, brillante, que revoloteaba en círculos a ras de suelo, igual que una mariposa. Intentó atraparla. Justo cuando abrió la mano para agarrarla, un golpe de aire la arrastró dentro de un local cuya puerta se abría.
-Perdona – se disculpó una mujer que tropezó con Sabina al salir del local.
Sabina asintió con la cabeza, acarició levemente el hombro de la mujer y miró adentro del local.
Otra mujer, esbelta y elegante, vestida con un traje negro, se despedía de la clienta que acababa de abrir la puerta: “Espero que tengas suerte. Hablamos pronto”.
-¡Hablamos pronto! –contestó la clienta mientras mantenía la puerta abierta y miraba a Sabina -. ¿Vas a entrar?
Y Sabina, que en ese momento no sabía qué responder, dijo como empujada por un resorte: “Sí, claro. Voy a entrar”.
La puerta se cerró a su espalda y ella quedó quieta, frente a la mujer esbelta y elegante que la observaba con detenimiento e interés
-Hola –saludó -. No espero a nadie más hoy pero tú me resultas muy familiar.
Sabina permaneció inmóvil. La mujer estaba rodeada de vestidos largos, muy delicados, como salidos de un mundo mágico habitado por ninfas, hadas y últimas hojas verdes de otoño: un mundo en el que el tiempo no tenía importancia, ni las estaciones, ni las máscaras que nos ponemos para que la incertidumbre parezca controlable.
“Mi mundo interior es así”, susurró
-¿Perdona? –inquirió la mujer frunciendo el ceño.
-Nada. Perdona. Hablaba sola. Es que…
La mujer asintió mirándola fijamente a los ojos, como invitándola a expresarse con libertad.
-Es que quiero comprar un vestido. Pero es mucho más que un vestido y lo he sabido hoy.
-Empezamos a entendernos –sonrió la mujer.
-Es una historia muy larga –continuó Sabina -. ¿Alguna vez ha pensado usted en las cosas que parecen simples pero llevan muchos años en ser lo que son? Es que… Es que necesito explicar demasiado en muy poco tiempo y…
La mujer volvió a sonreír
-Todo aquí parece simple, y realmente lo es, pero ha tardado muchos años en tener un sentido completo –la mujer hizo una pausa para tomar un vestido entre sus manos. Un vestido negro, largo, que parecía crecer en torno a una pieza verde brillante que Sabina enseguida entendió como suya: su hoja.
-Es precioso –balbuceó.
-Está hecho con licra; es más fuerte y tiene más carácter que la seda. Estos bordados sí son de seda. Y estas piezas son muy antiguas –dijo señalando unos pequeños artilugios brillantes –, vienen de Els Encants de París. Pertenecen a sombreros de rejilla creados a mano en los años veinte.
-¿Sombreros de rejilla? –preguntó Sabina con la voz entre cortada -. Hay una mujer… Hay una mujer que lleva un sombrero de rejilla. Monta en bicicleta, con un cesto de hojas verdes.
Las dos se quedaron en silencio
-Bueno, es una tontería. Es un personaje que imagino últimamente.
-Yo también –confesó la mujer mientras le tendía el vestido -. Pruébatelo.
La mujer extendió un biombo y Sabina se quitó la ropa. El vestido, como un lienzo nacido de aquella hoja verde, brillante, estaba colgado frente a ella y ella no podía dejar de mirarlo.
-Es absolutamente precioso –dijo Sabina, esperando a que la mujer, afuera del vestidor, la escuchase.
-Es único. Todos los vestidos lo son y todos tienen su certificado de piezas únicas y su número de serie.
-¡Qué maravilla! –exclamó Sabina.
-Lo es. Todas las casualidades son maravillas del destino. Llevo años soñando con el personaje que me has descrito. La llamo “Dama de otoño y primavera”. Se va en octubre, cargada de hojas verdes y vuelve en abril. Siempre tiene prisa y a veces la he oído decir: “Aparta, que la vida me espera”. En este taller hay más de un centenar de vestidos inspirados en ella.
Sabina salió del biombo ataviada con su vestido largo
Al mirarse al espejo supo que aquel vestido la estaba esperando. Igual que la estuvieron esperando durante años los versos que latían en su libro de poesía. Observó a la mujer esbelta y elegante y supo que, aunque real, formaba parte del mundo suyo que se le agolpaba en la cabeza; todas las mujeres que llevaba en la memoria y en la imaginación volaban ahora dentro de la tienda, sin imposturas, sin artificios detrás de los que esconder los sueños y las visiones.
Al día siguiente abrió su libro de poesía, dentro de una obra de arte que crecía y se expandía alrededor de una brillante pieza verde esmeralda. Apartó su hoja mágica, su amuleto y, sin importarle lo que fuera a pensar nadie, comenzó a leer.
Texto: Judith Bosch. IMGENIUZ.
Un relato maravilloso. Me ha encantado.
Muchas gracias por comentar, Leo. Un abrazo.