Recuerdo una rosa blanca. El viento, con sus manos, la deshojaba y la empujaba hasta un balcón que escurría gotas de lluvia. Los pétalos se arremolinaban y se dispersaban sobre las calles de piedra.

Ese es mi primer recuerdo pero yo por aquel entonces no tenía memoria ni forma física: vivía en los sueños de una mujer.

Todos los meses esta mujer traía seda natural a su taller  y cada día la colgaba de un bastidor. Luego se quedaba en silencio, cerraba los ojos, buscaba entre sus sueños y comenzaba a dibujar. Yo intentaba hacerme un hueco entre rosas de todos los colores, cada una inmersa en el furor de su propio recuerdo, su propia idea; algunas colgaban de filamentos dorados que había tejido una princesa árabe, otras bailaban dentro de una hoguera y el fuego ni las tocaba ni podía herirlas, otras crecían al borde de un precipicio al que subían las hadas para pensar. También había líneas inconclusas que saltaban como látigos pidiendo un lugar abstracto en el que expresarse, y tulipanes, y mujeres y cuadros que se movían en todas las direcciones. Cada día significaba para mí una nueva oportunidad de salir del mundo de los sueños y caer sobre la seda blanca y por eso, aunque pasaran semanas y meses, continué confiando en que algún día, sería el mío.

Por fin, una musa azul, de orejas puntiagudas y ojos dorados y brillantes como el sol, susurró: “rosa deshojada, que vuela hacia un balcón para refugiarse de la lluvia, a ver cómo te portas… Vas a ser dibujada, y para que salga bien, tienes que quedarte muy quieta, muy quieta”.

La musa me llevó de la mano hasta la tela estirada, colocó un dedo sobre sus labios y desapareció. Arriba veía el rostro de la mujer, que cerraba los ojos, respiraba hondo y los volvía abrir. Recordé las indicaciones de la musa y me quedé quieta, muy quieta.

Estaba hecha de polvo de estrellas, era sueño y no realidad. Y la leyenda dice que muy pocos afortunados pueden ver el polvo de estrellas; cuando ocurre es necesario que permanezcamos inmóviles, por muchas ganas que tengamos en ese momento de saltar, volar y mezclar colores. Por eso, y para que nuestros colores queden separados en la tela, los artistas nos dibujan a mano con una pluma especial de tinta de gutta.

La mujer abrió los ojos por tercera vez, colocó la pluma sobre la seda blanca y, despacio, empezó a inventarme en la tela.

Después guardó la pluma y caminó por el taller. Observaba el bastidor, daba vueltas y lo volvía a observar. La musa azul seguía sus pasos y susurraba: “Azul es la rosa deshojada y azules son los pétalos que el viento lleva desde el balcón a las calles de piedra. Azul lluvia. Azul vida”. Algo me dice que la mujer jamás pudo ver a la musa como la veía yo pero agarró varias tonalidades de azul y un pincel.

Coloreó la tela, cada azul enmarcado y quieto en su lugar. Miró desde arriba, quise entender una sonrisa en sus labios, y desapareció.

La siguiente imagen que recuerdo es la imagen de sus manos desmontando el bastidor. Enrolló la tela y todos los pedazos de sueño, iguales pero diferentes, fuimos sumergidos en una nube de vapor.

Al salir supe que, desde entonces hasta siempre, sería un sueño con vida; el vapor había fijado los colores y ni la lluvia ni el viento podrían alterar mi forma.

La mujer volvió a montar el bastidor y recubrió la tela con una substancia especial; la substancia que permite mantener el pliegue de los abanicos y convertirnos en un sueño que se abre y se cierra todas las horas, todos los días, cada primavera y cada verano.

Por último cortó cada sueño y lo convirtió en un sueño único, que volaría, como la rosa deshojada que en algún momento fui, hasta un balcón diferente. Sueños iguales pero distintos; fui una, invisible, hecha de polvo de estrellas y ahora soy la esencia de una colección.

Nos llamó “Flor volando al viento”. Debe ser cosa de magia, porque el día que nos puso nombre, no había cerca ninguna musa azul que siguiera sus pasos y le susurrara al oído.

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“Flor volando al viento” de Concha Blanch.

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