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A MI MANERA

«Regrets, I’ve had a few/But then again, too few to mention/I did what I had to do/And saw it through without exemption». El viejo tocadiscos giraba. Juan Bergel saboreaba cada palabra y cada nota musical, como si no hubiera escuchado aquella canción más de un millón de veces y estuviera descubriéndola en aquel preciso momento, mientras observaba la manera en la que su sobrino abría el coche de control remoto.

«I planned each charted course/Each careful step along the byway». Le había regalado aquel juguete hacía unos días, para Navidad. Sabía perfectamente que el juguete tardaría bien poco en dejar de estar entero. Tenía claro que su sobrino lo desmontaría tan pronto descubriera que, a diferencia de los otros coches, este se movía por acción de un dispositivo con mandos y un cable de bicicleta. «And more, much more than this/I did it my way». No dudaba en que su sobrino no pararía hasta averiguar qué llevaba dentro aquel coche. Y aun así, igual que conocía a la perfección cada palabra y cada nota de aquella canción, no había perdido la capacidad de maravillarse por ello.

—Ahora tendrás que volver a montarlo —comentó por lo bajo, con un impostado y estudiado tono solemne. Su sobrino, que no había cumplido aún los ocho años, le devolvió una mirada miedosa, de ojos abiertos y brillantes.

—¿Y si no consigo volverlo a montar? —preguntó el pequeño

—Lo conseguirás. De alguna manera lo harás.

Aquella tarde se perdió en el tiempo, junto a muchas tardes más, y pasaron los años y Marcel, el niño inquieto que necesitaba investigar el por qué de cada mecanismo, aprendió a montar y desmontar artefactos rápidamente, aprendió a equivocarse sin miedo, a probar nuevas maneras de extraer y colocar piezas y aprendió que la voz profunda que lo acompañaba cada vez que se sentaba a jugar en el salón de su tío, era la del cantante Frank Sinatra, un señor algo controvertido, que dio muchos giros en su vida para acabar haciendo las cosas «a su manera».

—Quiero llevarte a un sitio. Coge la rebeca.

Marcel tenía ya doce años y aquella era una tarde de octubre, anaranjada, ocre y marrón, se encendía con la caída del sol, detrás de las ventanillas del coche. Los últimos rayos prendían los troncos, las hojas secas, el asfalto y las fachadas de los edificios. Sonaba la canción «Come fly with me».

—¿A dónde vamos? —preguntó.

—Quiero enseñarte un sitio muy especial. Mi sitio especial.

Llegaron a un lugar apartado y aparcaron delante de un taller

Juan Bergel abrió una puerta de metal y dejó que su sobrino pasara primero. «Espera a un lado, que enciendo las luces», dijo. El techo fue iluminándose a pedazos, uno detrás del otro, hasta que toda la nave quedó inundada de luz blanca y las piezas de metal, las herramientas y las cajas, brillaron como monedas dentro de un cofre de tesoros.

—¡Uala! —exclamó Marcel —. ¿Todo esto es tuyo?

—¡Pues claro! Y, desde hoy… también es tuyo.

—¡Uala! —repitió el chico, con las mejillas encendidas de emoción y los ojos como platos.

—Es mi sitio especial. El mejor lugar del mundo. Podrás venir cada vez que quieras y montar y desmontar todo lo que te apetezca.

Luego caminó hasta un tocadiscos que había en una esquina, junto a una pila de discos de Frank Sinatra y lo hizo sonar.

—¡Vamos! Te enseñaré toda la fábrica

En la fábrica de lámparas, Marcel aprendió que lo viejo puede repararse y volver a nacer. Aprendió que cada pieza, cada detalle, es una parte muy valiosa de un conjunto que funciona gracias a que todo está meticulosamente diseñado y colocado. Aprendió que los objetos, primero, son trazos sobre el papel y aquel descubrimiento le hizo interesarse por el dibujo. Perfeccionó hasta tal punto su capacidad de observación y su habilidad con el lápiz que un día, con solo catorce años, se propuso reproducir cada producto en cartulina y creó para su tío su primer catálogo de lámparas. Su tío, orgulloso, enseñaba el catálogo a todos los clientes.

Aquellas experiencias y el apoyo constante de su tío animaron a Marcel a estudiar delineación y, posteriormente, ingeniería mecánica. A los diecinueve años empezó a trabajar en Seat como delineante y, una vez finalizados sus estudios de ingeniería, fue nombrado jefe del grupo de desarrollo de la marca Volkswagen.

—Hace mucho que no me paso por la fábrica.

Tenía veintinueve años, su tío cincuenta y seis, y aquella era una tarde de abril, verde, azul y dorada, se extendía desde el balcón hasta el horizonte. El sol rebotaba sobre el Mediterráneo y contra las montañas, fragmentando el mar, y los árboles lejanos, en lentejuelas de colores. Sonaba la canción «That’s life».

—Bueno. Así es la vida, ¿no? No siempre podemos hacer todo lo que nos gusta —contestó Juan

—Estoy aprendiendo mucho en Seat, ¿sabes? Creo que haré grandes cosas allí.

—Sí. Aprender todo lo que puedas para montar tu propia fábrica. Tu lugar especial.

Marcel rió.

—¡Las cosas ya no son como antes, tío! Ahora la gente aspira a trabajar en multinacionales. Empresas grandes que les den la oportunidad de hacer cosas grandes.

Estaban recostados en dos hamacas contiguas, bajo la sombrilla del balcón.

Juan se quedó callado, pensativo. Miró al suelo y luego al horizonte.

—Crear tu propio sitio, tu propia manera de hacer las cosas, es algo grande, hijo. Tal vez lo más grande que puedas tener jamás —dijo por fin

—Está todo inventado, tío. Las lámparas son las que son, los coches son los que son… para inventar ahora, para innovar, necesitas mucho dinero y eso solamente puedes conseguirlo con el apoyo de una multinacional –replicó Marcel. Movía las manos con energía, giraba la cabeza hacia su tío y luego continuaba hablándole al mar, de frente, como si tratara de explicarles el asunto a los dos.

—Tú dices que está todo inventado. Lo dices tú.

Marcel volvió a reír.

—Bueno, ¿y qué propones? ¿Qué inventarías tú?

Juan se giró para poder mirarlo fijamente.

—Yo ya tengo mi lugar especial. No soy yo quien tiene que inventar nada. Esa no es la pregunta.

—Estoy bien desarrollando en Seat —afirmó Marcel sin apartar la mirada, ahora detenida en las pupilas vivaces de su tío.

Juan volvió al horizonte y se reacomodó en la butaca.

—Entonces todo está bien —concluyó.

Ciertamente, en Seat, Marcel aprendió conocimientos, habilidades y maneras de trabajar que lo llevaron a descubrir nuevas facetas de su persona

Asimiló, como parte de sí mismo, el rigor del modelo alemán y aún se volvió más cuidadoso en los detalles y los procesos. Aprendió a dirigir un equipo y a crecer junto a más personas, aceptando lo mejor y lo peor de cada uno. Aprendió que las planificaciones excelentes incluyen un gran número de variables y, muchísimas de ellas, no son aspectos técnicos sino puramente humanos: la tecnología es el equilibrio perfecto entre los ideales humanos y el pragmatismo de las máquinas.

Años después de aquella conversación en el balcón de su tío, cambió de compañía e ingresó en la multinacional americana Johnson Controls, con el cargo de Product Manager.

—Tendré la oportunidad de enfocarme en interiores y accesorios. Eso me gusta. Elementos pequeños que marcan la diferencia, como tus lámparas —le dijo a su tío.

Estaban en el coche de Marcel, de camino al centro de Barcelona. Marcel llevaba ya años coleccionando la discografía de Frank Sinatra. Sonaba “Summer wind”.

—¿Y por qué no creas tus propios accesorios? —preguntó Juan, que seguía empecinado en que su sobrino abriera su propia fábrica, igual que él, y creara allí su mundo, su manera de hacer las cosas.

—Ya hemos hablado de eso unas cuantas veces. Además, me irá bien en Johnson Controls. Tengo muchas ganas de aprender más sobre la manera de trabajar de los americanos.

«Más vale hoy una decisión noventa por ciento buena, que mañana una cien por cien buena, porque mañana puede no llegar nunca». «Lo excelente es, a menudo, enemigo de lo bueno; si buscas siempre la excelencia no harás nunca nada». «Do it». Esas eran tres de las consignas más importantes del modelo americano. En Johnson Controls, Marcel conectó muy bien con el niño curioso que llevaba dentro, que no tenía miedo a equivocarse y aprendía a base de ensayos y errores. Conservaba el perfeccionismo que había ganado con el tiempo y volvía a disfrutar de su osadía. Y su tío estaba contento y casi seguro de que la experiencia en aquella compañía llevaría a Marcel hasta su primer proyecto propio.

Seis años después Marcel pidió el cese en Johnson Controls

—Esta semana es mi última semana en Johnson Controls —le dijo a su tío.

Estaban merendando en el salón, aquel salón clásico que parecía no inmutarse al paso del tiempo y, siempre en la compañía de Frank Sinatra, en un momento que podría haber ocurrido el día anterior, guardar la mirada despierta de los niños. Sonaba «Bang bang».

—¿Decisión propia? –preguntó su tío con una sonrisa escondida detrás de la taza de café.

—Sí. He decidido irme.

—Bueno, ¿y ahora qué?

Dejó la taza en el centro de la mesilla, se giró hacia Marcel y se le quedó mirando fijamente, con las manos apoyadas en las piernas.

—Vuelvo a Seat. Me han ofrecido el cargo de manager de desarrollo de interiores.

Juan levantó las manos y se golpeó las piernas en un gesto súbito de desagradable sorpresa, masculló un «Vés a pastar fang» y se giró hacia la mesilla para buscar su taza de café.

—Estupenda decisión. Volver hacia atrás —masculló entre dientes.

—No es volver hacia atrás. Es un cargo que quería desde hace tiempo y ya sabes el cariño que le guardo a esa empresa. Además, ya tengo cuarenta y un años, y dos hijos, necesito seguridad, no inventos.

—Lo único seguro es la muerte, Marcel. Tu negocio, si es por solidez, puede ser tanto o más sólido que una multinacional. ¡Mira mi fábrica de lámparas! ¡Ahí sigue!

Marcel esbozó una sonrisa y negó con la cabeza.

—No piensas darte por vencido, ¿verdad? –preguntó de manera jocosa, mirando de reojo a su tío.

Juan respondió un «no» seco y rotundo y le dio un sorbo largo a la taza de café.

El tiempo, imparable, siguió su curso

Marcel trabajó en Seat una década más. En el año dos mil ocho empezó una crisis económica y, paulatinamente, pequeñas y grandes empresas fueron generando cambios para adaptarse. Seat hizo varios ajustes y modificaciones en puestos y condiciones de trabajo. Después del ajuste de dos mil diez, Marcel, que contaba en aquella época con cincuenta años, se vio en la tesitura de cambiar también y darse una nueva oportunidad a sí mismo, fuera de la compañía.

No lo sabía aún con total certeza, pero aquella época que concluía en dos mil diez le había provisto de todo lo que necesitaba para crear algo genuino

Todos aquellos años desarrollando interiores le dieron una visión completa de los accesorios y componentes que no estaban a la altura de las nuevas tecnologías. El más importante para él y el que mayor interés le suscitó fue el parasol. Los parasoles seguían siendo portables, trípticos de cartón, engorrosos de poner y quitar, o bien sistemas laterales con ventosa, que dificultaban el movimiento de las ventanillas.

El sol era un problema evidente para el interior de los vehículos

Desgastaba los materiales y los colores. El aumento excesivo de temperatura generaba daños visibles a largo plazo, mayor consumo de gasolina e incomodidad para los ocupantes. Las soluciones, los parasoles que existían en el mercado, podían ser mucho más eficaces.

—¿Y ahora qué? —le preguntó su tío.

Estaban en una cafetería del centro de Barcelona y era una tarde fría y lluviosa.

Removían sus tazas de chocolate caliente y, de tanto en tanto, guardaban silencio y perdían la vista por el bullicio de paraguas, maletines y vehículos que enseñaban los ventanales.

—Seguiré haciendo lo que sé hacer. Eso es lo único que tengo muy claro.

—En los periodos de cambios a veces es mejor no tener nada claro. Qué quieres que te diga… Si no hubieras tenido tan claro aquello de las multinacionales, ahora…

—Ahora, tal vez, tendría una empresa que también se vería obligada a cambiar. —interrumpió Marcel con tono seco.

—¡Tonterías! Las empresas pequeñas se adaptan a los cambios mucho mejor que las multinacionales.

—¿De dónde sacas tú esas conclusiones?

—Mi fábrica…

—Tu fábrica es tu fábrica. Y, mira, estoy orgulloso de que siempre te haya ido tan bien. Estoy orgulloso de ti y de tu fábrica. Eso no quiere decir que todas las empresas pequeñas sean como tu fábrica.

Juan estudió el rostro de su sobrino. Se acariciaba el mentón, con los ojos aguados y muy abiertos, como si acabara de descubrir, en ese momento, a aquella persona a la que vio crecer.

—¿Por eso nunca te atreviste a crear tu propio proyecto? ¿Por miedo a que no funcionara?

Marcel negó con la cabeza.

—En parte. Sin experiencia, desde luego, no iba a funcionar.

—¡Yo te enseñé todo lo que sabía! Traté de enseñarte cómo era una empresa, como funcionaba, cómo…

—¡De lámparas!

Juan volvió a quedarse callado.

—Es lo que trato de explicarte —continuó Marcel —. Nunca has querido verlo: necesitaba encontrar mi propio camino. No repetir el tuyo. Los caminos se encuentran caminando, ¿no es cierto?

—Eso querría preguntarte yo a ti. ¿De qué te han servido todos estos años trabajando para otros? ¿Te han servido para encontrar tu propia felicidad? ¿Has encontrado tu propio camino? Yo creo que no, sinceramente. Creo que estás tan perdido como cuando empezaste.

—He inventado muchas cosas en las empresas en las que he trabajado. Tener ayuda no implica hacer menos. A veces, de hecho, es todo lo contrario. Y sí, he sido muy feliz en muchos momentos. Además… —continuó, con un tono algo vacilante —llevo varios meses pensando en un invento nuevo.

Juan apartó la taza de chocolate, junto las manos y miró fijamente a su sobrino.

—¿Estás hablando en serio?

—Sí. Claro. ¡Por qué iba a engañarte!

—¿Y en qué estás pensando? —preguntó, adelantando ligeramente el busto.

—Cortinas para el choche. ¡Sí, lo sé! Te parecerá muy simple pero no lo es en absoluto. El sol y la temperatura dañan muchísimo el interior de los vehículos. Lo he visto. Lo sé. Y los sistemas que tenemos hasta ahora no acaban de resultar. Hay parasoles plegables, de esos que terminan en el maletero del coche o perdidos. Hay sistemas con ventosas, que dificultan el movimiento de las ventanas y otros que son aún peores porque te quitan visibilidad. ¡Prehistoria!

—Vaya… Recuerdo haberte oído decir en más de una ocasión aquello de que “ya está todo inventado”.

—Pues, mira por dónde, hay que caminar y probar todo lo que está inventado para detectar lo que falta. Y eso lo he conseguido «trabajando para otros», como dices tú.

—Está bien. ¿Le darás una oportunidad a esa idea?

—Claro que sí, por eso te la cuento.

Juan acabó su taza de chocolate y pidió un coñac.

—¡Esto hay que celebrarlo!

—¡Aún falta mucho por hacer, tío! Déjame aunque sea acabar los bocetos antes de celebrar nada.

—Bocetos… En una tarde pensando y rayando papeles lo tendrás todo claro.

Marcel se echó hacia atrás y soltó una carcajada.

Juan se frotó las manos enérgicamente.

—Está bien, pediré un coñac también para ti. ¡Esto hay que celebrarlo!

En la primavera de dos mil diez, Marcel acabó el diseño de sus primeros prototipos de cortinas semiautomáticas para el coche

Son dispositivos permanentes, integrados en el vehículo. Se extienden en un momento, con un solo movimiento, y se fijan con un pequeño enganche situado en la parte inferior de la ventana. Los patentó y, en dos mil trece, a sus cincuenta y tres años y coincidiendo con el nacimiento de su tercer hijo, fundó CORTINASDESOL S.L., la empresa encargada de fabricarlos y comercializarlos en Catalunya y España.

Todos los conocimientos que obtuvo del modelo alemán y del modelo americano, todos los años diseñando y liderando equipos de desarrollo, toda la experiencia que acumuló en multinacionales del sector de la automoción, concluyeron en una empresa completamente especializada en accesorios, que aporta soluciones eficaces y diferentes.

CORTINASDESOL S.L., es lo que es, gracias a la experiencia.

Juan Bergel tuvo la satisfacción de conocer este proyecto y ver a su sobrino feliz, completo, dentro de su propia fábrica, haciendo las cosas a su manera. Murió en 2015, a los ochenta y tres años, rodeado de familia y amigos. Tal y como siempre había querido, fue despedido al son de la canción “My Way”.

Texto: Judith Bosch. IMGENIUZ.

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