Hay palabras difíciles de pronunciar y de entender. Para la sobrina de Santiago “geriatría” es una de estas palabras.  Pocas veces dice: “Mi tío está en una residencia geriátrica”, y las veces que lo ha hecho se ha sentido como el muñeco de un ventrílocuo, hueca por dentro y hablando palabras vacías que ni significan nada ni le importan a nadie. Le gusta más obviar conceptos médicos y decir “residencia” a secas. O incluso no explicar nada; simplemente contar la verdad: mi tío Santiago necesita una atención especial que nosotros no podemos darle. A veces “pedir ayuda es necesario” y, como dice su madre, “pedir ayuda está bien, es un acto de bondad hacia uno mismo y hacia quien la necesita”.

Elisa recuerda las tardes que se sentaba al lado de su tío pintor. Podía pasar horas observándolo. Volaba junto a él hacia lugares lejanos habitados por personajes fabulosos.  Se elevaba por encima de la habitación, el edificio, la manzana, la urbanización, la ciudad, el globo azul al que todos llaman “Mundo” y se quedaba junto a Santiago, sentada sobre un pedazo de luna, contemplando a los unicornios, las hadas, los gnomos. Así imaginaba Elisa el mundo de su tío pintor; un sitio mucho mejor que el del resto de la gente. Y “el resto de la gente”, incapaz de imaginar y volar, tenía que buscar algún nombre con el que llamar a Santiago. Eso creía Elisa; que el “autismo” no era ninguna enfermedad y que su tío no era diferente; era extraordinario, capaz de viajar hasta lugares extraordinarios y quedarse en ellos para siempre.

Un día Santiago olvidó cómo colocar el caballete, olvidó cómo agarrar los lápices y los pinceles, olvidó los colores y las formas. Y empezó a quedarse quieto, tan quieto como una estatua, con la mirada perdida en el mundo mágico cuyo nombre tal vez también habría olvidado. Por eso su madre decidió que “pedir ayuda está bien, es un acto de bondad hacia uno mismo y hacia quien la necesita”.

Los médicos, desde el primer momento, avisaron a la familia acerca de la complejidad del caso. La enfermedad del olvido es muy complicada, más aún para Santiago, que miraba lejos y vivía lejos del “resto de la gente”. Sin estimulación, sin capacidad para captar la atención del paciente, el Alzheimer avanzaría igual que una mecha en un camino de pólvora.

Una tarde llegó a la residencia una especialista nueva con dos nuevos terapeutas, Pipa y Ron, dos perros preciosos, muy educados, parecían de peluche. Elisa se alegró mucho cuando su madre le contó que su tío empezaba a hacer progresos. Decidió ir a visitarlo. Lo vio sentado frente a los perros con los ojos encendidos; los acariciaba y los miraba directamente, como si dentro de sus pupilas inocentes hubiera encontrado un camino nuevo, otro lugar, tan fabuloso como aquel que existía antes de la enfermedad.

Tocaba un timbre parecido al que ponen en la entrada de los hoteles de las películas. Ruth, la nueva especialista, lo había traído para que Santiago pudiese avisarla de que quería jugar con los perros. Elisa se sorprendió al ver a su tío tocar el timbre; nunca antes, jamás, se había comunicado con nadie ni había pedido nada. Ruth colocaba a los perros delante de Santiago cada vez que oía el timbre, les susurraba “tumba”. Santiago los observaba y jugueteaba con sus patitas y con sus orejas.

Santiago no ha vuelto a pintar. Elisa vuela con él, una hora al día, tres veces por semana, igual que hacía antes. No hay caballetes, no hay lienzos, no hay pinceles; pero la sensación es la misma. No suele decirle a sus amigos que pasa esas tardes en la “residencia geriátrica”, simplemente cuenta la verdad, sin más explicaciones: “Voy a visitar a mi tío. Está con personas que lo ayudan y hoy, que vienen Pipa y Ron, es un día muy especial para nosotros”.

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