Hay palabras difíciles de pronunciar y de entender. Para la sobrina de Santiago “geriatría” es una de estas palabras. Pocas veces dice: “Mi tío está en una residencia geriátrica”, y las veces que lo ha hecho se ha sentido como el muñeco de un ventrílocuo, hueca por dentro y hablando palabras vacías que ni significan nada ni le importan a nadie. Le gusta más obviar conceptos médicos y decir “residencia” a secas. O incluso no explicar nada; simplemente contar la verdad: mi tío Santiago necesita una atención especial que nosotros no podemos darle. A veces “pedir ayuda es necesario” y, como dice su madre, “pedir ayuda está bien, es un acto de bondad hacia uno mismo y hacia quien la necesita”.
Elisa recuerda las tardes que se sentaba al lado de su tío pintor. Podía pasar horas observándolo. Volaba junto a él hacia lugares lejanos habitados por personajes fabulosos. Se elevaba por encima de la habitación, el edificio, la manzana, la urbanización, la ciudad, el globo azul al que todos llaman “Mundo” y se quedaba junto a Santiago, sentada sobre un pedazo de luna, contemplando a los unicornios, las hadas, los gnomos. Así imaginaba Elisa el mundo de su tío pintor; un sitio mucho mejor que el del resto de la gente. Y “el resto de la gente”, incapaz de imaginar y volar, tenía que buscar algún nombre con el que llamar a Santiago. Eso creía Elisa; que el “autismo” no era ninguna enfermedad y que su tío no era diferente; era extraordinario, capaz de viajar hasta lugares extraordinarios y quedarse en ellos para siempre.
Un día Santiago olvidó cómo colocar el caballete, olvidó cómo agarrar los lápices y los pinceles, olvidó los colores y las formas. Y empezó a quedarse quieto, tan quieto como una estatua, con la mirada perdida en el mundo mágico cuyo nombre tal vez también habría olvidado. Por eso su madre decidió que “pedir ayuda está bien, es un acto de bondad hacia uno mismo y hacia quien la necesita”.